tejedora

5/21/2006

El campeón

Cuando lo veía en la tele tan dueño de sí mismo, tan apuesto, tan simpático, rodeado de chicas lindas que le ponen guirnaldas de flores, aclamado por las multitudes ávidas de una sonrisa, de un autógrafo, me costaba creer que era el mismo que yo conocí en un ayer de primavera y juventud.

Ahora era un auténtico e indiscutido campeón de tenis, de automovilismo, de golf, no importa de que, pero se había ganado el afecto de la gente que lo seguía, lo admiraba, lo alentaba. Veían en él la personificación de quien había concretado un sueño y eso hacía que los demás también alentemos la esperanza de que los sueños pueden alcanzarse.

Haciendo un esfuerzo sobrepongo a esa imagen de triunfador, de seguro de sí mismo, de dueño de su destino, la otra imagen que yo tenía guardada en el recuerdo y que era de un muchachito espigado, rubio, tímido, frágil de apenas l5 años

Yo tenía l6 y estaba deslumbrada con mi nueva libertad. Había salido de mi casa por primera vez, estaba en otra ciudad, pupila en un internado de señoritas en el que me dejó mi madre con toda clase de recomendaciones y muy a su pesar. Pero sólo aquí podía conseguir la profesionalización que anhelaba.

Toda la semana trabajábamos duro en las clases y nuestra única diversión era la salida del domingo “a dar vueltas la plaza” Nos emperifollábamos con nuestras mejores galas y ya en la plaza principal, soleada, hermosa, con sus árboles añosos, sus amplias veredas y la música de la retreta, comenzábamos el paseo charlando, riendo y sobre todo mirando a los chicos que también daban vueltas pero en sentido contrario de modo que el cruce de miradas, de sonrisas y de piropos era constante.

Los chicos del lugar no faltaban a esas citas en la plaza porque allí estábamos las recién llegadas como en vitrina y sólo era cuestión de escoger.

Yo miraba nomás, desinteresadamente, porque mi corazón estaba lleno con la imagen de mi primer amor que se quedó allá lejos y que alimentaba el romance con sus cartas.

Pero aquel muchacho que me comía con los ojos…..era tan lindo. Podría decir que la carne es débil pero en esto no tenía nada que ver la carne. Era el alma, la alegría de la juventud lo que nos acercaba y así apenas las cartas me faltaron unas dos semanas , pensé que no traicionaba a nadie si me hacía acompañar por ese chico.

Nos sentábamos en la patilla de la puerta de calle, a la vista de todos para no poner nerviosa a la encargada del internado y allí charlábamos interminablemente:

- ¿Tú jugabas con bolitas?

-¿Qué es eso?

-¿Acaso no conoces esas pequeñas esferas de cristal que sirven para jugar?

- ¡Ah ¡ Las pepas, quieres decir.

Y ambos reíamos felices.

-¿Sabes hacer bailar un trompo?

- Claro y ¿tú?

- Yo también a menos que el trompo sea “charquencho”

- Querrás decir “taratatancho”

Y volvíamos a reír a carcajadas al comprobar esas diferencias entre nuestros pueblos que tenían, el mío, raíces aymaras y el de él, quechuas.

Sus manos buscaban las mías, sus ojos no se despegaban de mí y alguna vez se atrevió a robarme un furtivo beso no enteramente correspondido

Yo era consiente de mi poder de seducción sobre ese chico y sentía que estaba cada vez más enamorado y me entró miedo porque no podía corresponderle. Además ya habían vuelto las cartas. De modo que inventé el cuento de que mi madre se había enterado de lo nuestro y que si no cesaba me haría volver a casa.

Me conmovió cuando lo vi palidecer y en su afán de encontrar una salida para no perderme, me propuso que nos escribiéramos. Acepté pues pensé que pronto se cansaría. Recibí dos tarjetas con muy mala letra y peor ortografía. Lo malo era que siempre estaba en el correo atisbando cuando las recibía.

Decidí ponerle punto final al asunto y así se lo dije. Me rogó que nos encontráramos una vez más, el domingo en la mañana. Al verlo plantado en la esquina, nervioso, parándose en un pie y luego en el otro, no pude salir con las chicas a nuestro paseo por la plaza. Me quedé encerrada y atisbando a cada rato pero no se movía de allí.

Cuando las chicas volvieron me instaron a salir, a hablar con él pero yo sabía que era inútil y además ya estaba decidida a que eso fuera definitivo.

En la tarde el cielo se descolgó en un chubasco violento y él seguía allí .No lo hubiera jurado pero estaba segura de que las lágrimas corrían por sus ojos confundidas con la lluvia.

Yo también lloraba pero no daba brazo a torcer aunque las chicas me reñían y me empujaban para que saliera.

Las primeras sombras de la tarde lo borraron de la esquina y de mi vida.

Me alegro, campeón que ahora tengas tantos triunfos aunque no fuera sino para borrar aquella primera derrota.

5/19/2006

El príncipe

Septiembre, el mes de la primavera y del estudiante. En todos los colegios se organizaban fiestas de coronación de reinas. Primero en los respectivos cursos, lo que daba motivo a una fiesta, luego se elegía la reina del colegio y naturalmente, la fiesta era más grande. El Colegio Militar paseaba a su reina por la plaza principal en una carroza tirada por caballos lujosamente enjaezados La elegida reina de toda la ciudad salía con un cortejo de todos los colegios en alegre carnaval

Entonces tenía catorce años y en mí estaba eclosionando también la primavera. En la fiesta a la que había ido no me estaba divirtiendo mucho de modo que me puse a observar a los asistentes…..y allí lo vi.

Era la perfecta encarnación del príncipe azul tal como lo imaginaba: los cabellos negros, ondulados y los ojos también negros y sombreados de espesas pestañas, contrastaban con la piel blanca. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco.

Aquel era el príncipe con el que había soñado largamente la Bella Durmiente, era el que había bailado con la Cenicienta, el que había trepado por las doradas trenzas de Raspuncel y…..¡oh milagro! me estaba mirando.

Entonces, atravesó el salón y clavando en mí sus ojos negros, me pidió la gracia de concederle esa pieza.

El resto fue puro ensueño, no me acuerdo siquiera si nos dijimos nuestros nombres, teníamos la mirada prendida uno del otro y con eso era bastante.

Las amigas con las que había venido a la fiesta tuvieron que insistir bastante para que nos retiremos y al hacerlo, el Príncipe me preguntó en que colegio estaba.

Apenas lo perdí de vista me invadió una congoja extraña. Sabía, dentro del alma, que aquello no iba a durar .Era tan bello como un arco iris, como una irisada pompa de jabón y esas maravillas son de un solo instante.

Sin embargo, al día siguiente estaba en la esquina del colegio esperándome. La avenida larga que era mi recorrido habitual se convirtió en un blando camino de nubes por el que levitábamos ajenos a cuanto nos rodeaba.

Al llegar a casa me propuso que al día siguiente por ser domingo, vendría a buscarme y pediría permiso para llevarme a matinée. Yo ya me preparaba para “ablandar” a mi madre y facilitarle el pedido.

Desde por la mañana había probado uno y otro vestido, me había peinado de mil maneras y a ratos lloraba de frustración al encontrarme horrible como brincaba de alegría con el hallazgo de un nuevo adorno.

Pero pasaron las horas y el Príncipe no apareció. Yo daba vueltas por la casa sin objeto y ocultaba valientemente las lágrimas. Mi madre me miraba con tristeza y no se atrevía a decirme nada.

Todavía tenía esperanzas de que apareciera al día siguiente, me pidiera disculpas y me contara la razón de su ausencia pero pasaron los días y era como si se lo hubiera tragado la tierra. No era un chico de mi barrio y no sabía a quién preguntar.

Pasaron los meses y llegó la Navidad. Estaba en la Misa de Gallo con mi familia. De pronto sentí una mirada y cuando di la vuelta, un cadete con el pelo cortado casi al rape y el uniforme reglamentario me hizo un saludo militar y entonces reparé en sus hermosos ojos negros.

Al día siguiente me estaba esperando en la esquina y volvimos a recorrer la avenida pero ya la magia se había quebrado. Yo encontré otro chico que, justamente acababa de darme el primer beso de amor.

De modo que con mi príncipe nos despedimos con la conocida fórmula : ¿Amigos?

Tenía razón Gardel cuando cantaba “amores de estudiante flores de un día son”.

Bueno, hasta entonces no era ningún notable pero mucho después me harté de verlo en la televisión, era un general y en esa época la tele estaba llena de generales.

Mi hermana Marielba regresó una noche de una cena donde estaba él. Vino a contarme, muerta de risa, que se le había asomado en un aparte y mirándola a los ojos le dijo:-

- “Adita, nunca te he olvidado”.

- Que iba a hacer yo- decía Marielba – sostuve su mirada y le dije:- “Yo tampoco”

5/15/2006

Amores célebres

Voy a contarles mis amores con tres notables personajes. Yo los considero notables porque alguna vez los he visto aparecer en la televisión y eso, en nuestro tiempo, es una garantía de celebridad

Estos amores están muy atrás en el tiempo y quien esto cuenta es una viejecita con bisnietos. Los sucesos narrados son de cuando ella era una chiquilla de trenzas rubias y ojos curiosos que recién se estaba asomando al mundo. En cuanto a los personajes, sé que dos han muerto ya y el tercero, si es que vive, es muy difícil que se acuerde de nada.

Melodrama

Mirando distraídamente la tele, esta mañana, escuché a un locutor que pedía permiso para hacerle un homenaje a su padre y en la pantalla iluminada, un viejecito menudo de ojos vivos que había muerto hace muchos años, cobró vida y comenzó caminar por una calle.

Me quedé mirándolo y de pronto fue como si retrocediera: siguió caminando y haciéndose cada vez más joven. Seguí su paso por esa misma calle que se alargaba y se alargaba interminablemente, no solo en el espacio sino en el tiempo, retrocediendo hasta llegar a otro sitio y a otra edad.

Entonces me encontré con él en la parte de atrás de un cine. Era el espacio que le habían cedido al “Teatro infantil” para su trabajo. Allí era donde ensayábamos las obras que luego tendríamos que representar. Éramos un grupo de niños seleccionados de las escuelas porque se les encontraron aptitudes para la interpretación teatral.

Yo era una niña rubia, menuda, inquieta que amaba la poesía y que podía recitar interminables versos poniendo el alma en cada uno de ellos.

Aquel chiquillo llegó recién de no sé donde, hablaba diferente, me clavaba los ojos negros insistentes y, a la salida, me acompañó hasta mi casa .

En aquel tiempo se estilaba que cuando a un muchacho le gustaba una niña “se declaraba” con la sencilla fórmula de preguntarle si quería ser su chica. Claro que a este momento le precedía mucho tiempo de miradas furtivas, de sonrisas, de cabildeos y de consultas a los amigos o amigas comunes para saber cual iba a ser la posible respuesta. Además el muchacho debía vencer la timidez y encontrar un momento apropiado.

Por eso me sorprendió que el raro chiquillo me lo preguntara tan de golpe en la primera vez que caminábamos juntos.

Lo que la interesada debía hacer en estos casos era responder: “lo voy a pensar” y luego correr con el cuento de la conquista a sus amigas y entre gritos y risas se resolvería si había que aceptar o no.

Ser “la chica” implicaba volver a casa acompañada del muchacho charlando intrascendencias. Después de un tiempo se podía ir de la mano. ¿Un beso? No, eso nunca, no había oportunidad: en la calle, imposible, la puerta de la casa era muy transitada y a ninguna mamá se le hubiera ocurrido invitar a entrar en la sala a un mocoso en compañía de la hija que era apenas una niña.

Al día siguiente en la esquina de casa estaba el extraño muchacho esperando mi salida. Esta vez la duda era verdadera, yo no sabía si quería que aquel chicuelo pequeñajo, flacucho, de hablar raro y de mirada intensa fuera mi chico.

Acabé por decirle que no pero ante mi sorpresa no aceptó esa respuesta y en el mejor estilo del melodrama, me dijo:” Si no me aceptas voy a matarte porque tienes que ser mía o de nadie”.

Cuando recuerdo esa escena la encuentro absolutamente risible: ambos no pasaríamos de los once años y estábamos allí enfrentados en un romance de telenovela, como se conoce ahora.

Lo malo es que el chiquillo era persistente y cada día estaba plantado en la esquina. Yo lo atisbaba muerta de miedo y salía sólo si era con mis amigas, mirando de reojo la punta de un cuchillito que sacaba del bolsillo y me lo mostraba junto con la mirada furiosa de sus ojos negros.

Todo se hubiera resuelto si yo me hubiera confiado a mi madre. Ella seguramente hubiera llegado hasta el chiquillo y con un tirón de orejas lo hubiera alejado de mi vida; pero no me animaba, se me hubiera prohibido asistir al teatro infantil que tanto me gustaba.

Si a alguien le ha llegado a interesar la historia, voy a defraudarlo porque no recuerdo como acabó. Seguramente el chico se cansó de su postura trágica y ambos seguimos en nuestro trabajo. Yo, subida a un pedestal en medio del escenario, toda forrada con papel de estaño y diciéndole a la golondrina moribunda las hermosas palabras de Oscar Wilde. El muchacho en alguna otra obra.

Supe que él siguió siendo actor, yo no. La vida me llevó por otros caminos y sólo ahora al escuchar su nombre y verlo pasar por aquella calle de la televisión voy caminando junto a él y me pierdo allá lejos en el recuerdo.