tejedora

5/11/2007

Oficio de valientes

Todas las etapas de la vida tienen sus luces y sus sombras y todas nos piden una dosis de valor para afrontarlas

La niñez que se pinta tan despreocupada, feliz e inconciente, nos depara, sin embargo, grandes dosis de sufrimiento. Ante el niño se presentan muchas puertas cerradas que le es preciso abrir y que no sabe si adentro encontrará paraísos deleitosos o espantables monstruos. Tiene, eso si, el apoyo que suponen su madre, su padre o ambos.

En los primeros enfrentamientos con la vida exterior, la escuela y el colegio le depararán sinsabores pero también las primeras mieles de la amistad que, si tiene suerte, han de durarle toda la vida.

La adolescencia, con sus demoledores efectos en el cuerpo y en la mente, es quizás la etapa más peligrosa de la vida. El joven se ve enfrentado a retos que le exigen mucho. Los valores que traía de la infancia se derrumban; los padres que eran su modelo y guía han perdido su infalibilidad y se van mostrando tan humanos como él, tan defectuosos como él.

Pero le quedan los amigos viejos y nuevos, la sangre que le pide acción, los sueños y los espejismos del amor.

En la edad adulta hemos aterrizado ya sobre la tierra. Podemos medir nuestras fuerzas, alcanzar lo que podemos y luchar por conservarlo.

Tenemos a nuestro lado alguien que nos ayude y a quien ayudar para construir nuestra vida.

Han llegado los hijos y nos llenan los días. Hacemos nuestros sus problemas y así nuestra vida se enriquece y se ramifica.

Pero llega la vejez. Los hijos se han ido o han hecho su vida en la que no estamos sino involucrados marginalmente. Los amigos tienden a desaparecer inmersos en sus problemas o esfumados por la muerte. El compañero también nos ha dejado.

Nos sentimos disgregar poquito a poco: un día perdemos la dentadura, otro, el oído no funciona bien, mañana nos pondrán un cristal para evitar quedarnos ciegos. La memoria nos traiciona, las piernas ya no nos llevan muy lejos; los brazos han perdido su poder de alcanzar y de retener.

Estamos en un tiempo en que todo es ayer, el hoy pasa veloz y el futuro no existe.

Ahora necesitamos mucho valor para emprender el camino en pendiente que sólo ha de llevarnos ante la última puerta.

En nuestras manos está hacer ese camino amable, tranquilo, endulzarlo con lo poco que nos queda: la sonrisa de un hijo, el saludo de un nieto. O, por el contrario, hacerlo amargo, difícil y escabroso para nosotros y los demás.

Adelante, como me lo dijo una amiga, la vejez no es oficio de cobardes.