tejedora

4/28/2007

La vejez

No sé porque queremos ignorar que nos hacemos viejos, como si por tratar de olvidarlo, sencillamente no sucediera. Sobre todo las mujeres le tenemos horror.

Si vamos por una calle y necesitamos una dirección, lo más probable es que interpelemos a un desconocido diciéndole:

- Por favor, joven,¿ me puede ayudar?- Y conseguiremos ayuda.

Pero imagínense si interpelamos a una señora ya antañona diciéndole:

-Por favor, vieja, ¿me puede ayudar?

Lo más seguro es que nos saquemos un buen bastonazo.

Y eso es lo que me sucedió a mí cuando en una reunión de amigas bastante provectas, se me ocurrió leer el poema que copio a continuación:

Hermanitas viejas

Hermanitas viejas, sentémonos juntas

como un ramillete de flores marchitas.

Se no fue escurriendo por entre los dedos,

como un puñadito de dorada arena,

poquito a poquito, la vida, la vida.

Todas abrigamos grandes ilusiones

que se nos trizaron

como delicados castillos de vidrio,

todas acunamos bellas esperanzas

que volaron lejos

igual que si fueran blancas mariposas.

Hermanitas viejas, la vida es molino

que muele en su harina

dichas y esperanzas, decepción y penas

y esparce su fino polvillo de plata

sobre nuestras sienes.

Sólo atesoramos, como moneditas

de un caudal precioso, puñados de besos

de madre, de hermanos,

de amigos y amantes y los más valiosos:

los de nuestros hijos y los de los nietos.

Hermanitas viejas, hagamos hoy día

un tierno ejercicio de dulce nostalgia:

Si todas callamos oiremos de nuevo

las voces lejanas, las de aquellos tiempos

en que se incendiaron de amor nuestros pechos.

Cerremos los ojos para que regresen

los tangos y valses, los de aquella fiesta

en la que del brazo de un doncel apuesto

soñamos, soñamos que éramos princesas.

El blanco tocado de nuestras cabezas

será nuevamente el de tul y azahares

con el que marchamos puras, temblorosas,

a los esponsales.

Volvamos, volvamos las hojas del tiempo,

llenemos el alma de dulce ilusión

seremos de nuevo las tiernas chiquillas,

apenas salidas de nuestra niñez,

que a Sucre marcharon colmadas de anhelos

y con un gran sueño en el corazón.

A mi me pareció un poema tierno y dulce pero me gané una gran silbatina por haber llamado viejas a todas aquellas viejas.

4/21/2007

El príncipe feliz

Comenzando con el protagonista del cuento de Oscar Wilde, creo que hay pocos príncipes felices. Yo tengo la suerte de conocer uno.

Ahora es un pequeño de tres años y su reino es la esquina de una plazuela donde yo lo veo a diario desde mi ventana, lo he visto desde que era un recién nacido.

Su madre es una joven que vende recargas para teléfonos automáticos.

Por su apariencia no es difícil adivinar su historia: una niña que creyó en el amor en cuanto las hormonas le dijeron que ya estaba lista. Pero el amor no siempre resulta como en los cuentos de hadas o en las telenovelas donde termina en matrimonio y desde allí todos felices comiendo perdices por el resto de la vida.

Este amor la dejó sola y con un niño en brazos. Un niño que tenía urgencia de vivir.

¿Como consiguió este trabajo, quien se lo dio? No tiene importancia, lo cierto es que instaló en la esquina de la plazuela una sombrilla, una silla, y apegado a ella un destartalado cochecito de niño.

Los clientes se asoman a comprar o los autos se estacionan un momento y adquieren su tarjeta y ella los atiende sonriente al mismo tiempo que está pendiente de su niño: lo alimenta, lo cambia, lo acuesta y lo mece para hacerlo dormir. Incluso le canta bajito una nana.

Si llueve tiende sobre el cochecito un plástico para impedir que se moje y el pequeño mira resbalar la lluvia como si esas gotitas se escurrieran para su diversión. Mira también asomarse las primeras estrellas que le hacen guiños.

Cuando el día pierde su luminosidad, la madre pliega la sombrilla, carga la silla y empujando el cochecito, se marcha hasta el día siguiente muy temprano.

Poco a poco el pequeño abandonó su cuna por los brazos de su madre que lo sujetaron amorosos, lo abrazaron, lo mecieron y lo animaron a dar sus primeros pasos.

Tambaleante comenzó a descubrir su mundo: el pedacito de tierra donde crece un poco el pasto, el arbolillo que se mece con el viento, el perro de la casa que asoma el hociquillo entre la reja, hambriento de caricias y las personas que pasan habitualmente por ahí y lo conocen, le ofrecen un dulce o una galleta que él agradece con una sonrisa y un gorjeo.

En la Plazuela trepidan, zumban y hacen oír el ladrido de sus bocinas, un río interminable de automóviles, los semáforos guiñan sin pausa sus ojos insomnes y los altavoces de los carritos fruteros intentan atraer clientes. Para él todo esto no es sino un telón de fondo, le basta levantar los ojos y allí está la mirada de su madre y su sonrisa te dice que ella te protege, que todo está bien.

Ahora, con pasitos más firmes, amplía el radio de sus correrías pero la madre siempre está alerta, deja un momento su puesto y va tras él que se oculta detrás del contenedor de basura o del árbol más grande. Ella juega con el hijo, no lo regaña, lo vuelve a su sitio levantándolo con cariño y lo acuesta en el cochecito cuando la correría lo ha fatigado.

Lo poco que gana la mujer le sirve, probablemente, para una merienda y un refresco que comparten con alegría.

Este es mi príncipe feliz, su madre no se aparta de él porque no tiene compromisos sociales que cumplir ni un trabajo que la obligue a dejarlo en manos mercenarias.

Ahora es el niño más feliz que conozco. ¿Más tarde? Bueno, Dios dirá.