2/07/2008

Viaje al pasado

Por sinuosos caminos que le ponen festones a las eternas montañas nos fuimos en busca del pasado.

Lejos uno del otro, en la inmensa geografía del mundo, estaban estos hijos míos que hace mucho habían dejado de ser mis niños para volar lejos y conquistar cada uno su espacio en la tierra.

Del lejano hogar que una vez construimos sólo quedaba yo, el padre había partido definitivamente hacía ya un año. Ellos llegaron para decirme que el tiempo y la distancia no pueden destruir el amor.

Y juntos emprendimos el camino.

Como en los viejos tiempos de la lejana infancia cuando el padre nos llevaba en aquella movilidad suya que era su orgullo, fuimos cantando canciones sencillas pero entrañables y repitiendo los poemas que habían acompañado nuestra vida y que aún permanecían en la memoria.

Habíamos llevado provisiones y el primer almuerzo lo hicimos en la plaza de un pequeño pueblito que mezclaba lo nuevo con lo ancestral pues fue destruido hacían ya años por un terremoto y en medio de lo que se había reconstruido asomaban vestigios de lo que fue.

El resto del día viajamos y viajamos hasta que el atardecer nos vio llegar a Sucre. A nuestro Sucre, vivo en el recuerdo como la Culta Charcas en la que comenzó todo cuando la chiquilla que allí estudiaba se enamoró del joven que enseñaba allí.

La Ciudad Blanca en la que los tres hijos vinieron al mundo cada uno con su historia diferente pero bajo el mismo cielo límpido y azul.

Al día siguiente nos esperaba El Parque, así sin nombre porque para nosotros sólo había uno y en él transcurrió gran parte de la infancia de estos hijos que ahora volvían mayores. Ellos habían corrido por sus senderos, jugado con sus árboles cómplices, trepado al remedo de la torre Eiffel que para ellos era tan imponente y atractiva como aquella de Paris; habían alimentando a sus hermosos cisnes que se dejaban admirar majestuosos el la pequeña fuente.

Y, como no, buscamos, como almuerzo, los famosos chorizos discutiendo si aún conservaban ese mismo sabor que tenían antaño.

Emprendimos nuevamente el camino hasta que con la noche entramos a Potosí. El gran Cerro nos pareció más pequeño y la ciudad transformada. La Villa Imperial en que transcurrió nuestra vida por tantos y tan largos años, la que en cada esquina tenía una leyenda, en cada portón se descascaraba un escudo nobiliario y en cuyas iglesias la piedra labrada contaba una historia de gloria, de lucha, de heroísmo, de orgullo hispano y de sabiduría indígena. Todo ello parecía enterrado en un mercado febril que atiborraba las angostas calles de gente apresurada, de vendedores ambulantes y de miles y miles de automóviles desde los más caros y ostentosos hasta los que eran pura chatarra.

La casa que fue nuestro hogar y que construimos prácticamente con nuestras manos, era una pequeña ruina que yo no quise visitar porque prefiero llevarla en el corazón como fue un día.

Mis hijos visitaron su colegio que guardaba tantos y tan íntimos recuerdos y lo hallaron abandonado como si desde que ellos se fueron nadie más lo hubiese habitado..

Al día siguiente, para nuestro consuelo, encontramos las mismas salteñas, con idéntico sabor y en el lugar de siempre.

Lo demás fue sólo camino de regreso que interrumpimos para buscar, en medio de la noche, unas aguas termales en Oruro que parecieron sellar en nosotros todos aquellos recuerdos que fuimos a buscar y llevarnos de nuevo al presente.

Hemos viajado al pasado y hemos regresado. Lo que allí dejamos, allí se queda y tenemos el presente con el invariable amor que nos une, no importa si estamos separados.

Puedo decir con Amado Nervo: “Vida, nada me debes, vida, estamos en paz”