Los tres retratos del Che
Una historia.
Cuando era niño vivimos un tiempo en una casa grande junto a muchos otros vecinos, era un verdadero conventillo. Allí me regalaron un pequeño perro. Era un vulgar perrillo mestizo con las lanas largas y sucias, bullicioso y cariñoso como el que más ¡Lo quise tanto! Le ponía una gorrita que perteneció a una muñeca de mi hermana y lo llamaba Cachuchín. Era mi amigo y mi defensor. No había grandote abusivo al que no le plantara cara ni perrazo al que no se le pusiera al frente para evitarme cualquier daño.
Por las noches se escabullía como una sombra y se acomodaba a los pies de mi cama y entonces los sueños felices y las pesadillas eran de ambos.
A nuestro lado, una vecina que se las daba de fina, cultivaba un pequeño pedacito de tierra con un rosal. Ella tenía entre ojos a mi Cachuchin porque decía que sus ladridos la incomodaban y sobre todo porque, el muy pícaro, había escogido el pie de aquel rosal para regarlo por su cuenta. Un día, la señora, lo hizo envenenar y con su muerte llenó de desolación mi infancia.
Después de años de matrimonio y de trabajo incesante, mis padres inauguraron su casa propia. Mi madre trajo una imagen del Corazón de Jesús que fue colocada en el lugar de honor de la sala de recibo y un cura fue invitado a entronizarla formalmente.
Por fin pude tener un cuarto para mi solo y entonces conseguí un póster grande del Che que se adueñó de la pared frente a mi cama. El retrato lo mostraba heroico y altivo como un semidiós, con la melena larga ondulada, acariciada por el viento (así como yo la hubiese querido tener pero mi padre me obligaba a cortarme el pelo a cepillo). Sobre la melena, una boina con la insignia de comandante. Los ojos soñadores perdidos en hermosas ensoñaciones de mundos más justos y mejores, la frente inteligente y una apenas insinuada sonrisa que le iluminaba todo el rostro, lo bajaba del reino de los dioses y lo hacía humano, cercano a ti y a tus propios sueños.
Cuando mi padre entró a mi cuarto me ordenó que quitara inmediatamente ese póster pero algo en mi reacción de iniciada protesta lo detuvo y allí se quedó acompañando mis noches llenas de ensoñaciones, de tristes realidades, de pequeños logros y de grandes decepciones.
Pasaron los años y con ellos los acontecimientos Ya en mi cuartucho de estudiante recorté de alguna revista el retrato del Che asesinado en la Higuera. Su imagen de Cristo yacente, hermoso, muerto pero no vencido, como si de pronto pudiera levantarse pausadamente y seguir pensando, seguir amando, seguir peleando, me acompañó y me empujó en la lucha por hacerme un lugarcito en el mundo.
La vida ha pasado lenta pero inexorable. Hoy encuentro en uno de mis cajones un retrato del Che de cuando peleaba en Ñancahuasú. No es el Che de la melena y la boina. Es un Che boliviano, igual a cualquier obrero, a cualquier persona indeterminada que pasa por las calles de nuestras ciudades con la cabeza cubierta por una gorrita que nosotros llamamos “ cachucha”. No es un semidiós, está a nuestra altura, padece sed y hambre, tiene, como yo, los sueños rotos.
También he hallado en el mismo cajón, una fotografía de Cachuchín.
¿Porque estas dos imágenes se hacen una en mi mente y me llenan de una enorme melancolía?
Cuando era niño vivimos un tiempo en una casa grande junto a muchos otros vecinos, era un verdadero conventillo. Allí me regalaron un pequeño perro. Era un vulgar perrillo mestizo con las lanas largas y sucias, bullicioso y cariñoso como el que más ¡Lo quise tanto! Le ponía una gorrita que perteneció a una muñeca de mi hermana y lo llamaba Cachuchín. Era mi amigo y mi defensor. No había grandote abusivo al que no le plantara cara ni perrazo al que no se le pusiera al frente para evitarme cualquier daño.
Por las noches se escabullía como una sombra y se acomodaba a los pies de mi cama y entonces los sueños felices y las pesadillas eran de ambos.
A nuestro lado, una vecina que se las daba de fina, cultivaba un pequeño pedacito de tierra con un rosal. Ella tenía entre ojos a mi Cachuchin porque decía que sus ladridos la incomodaban y sobre todo porque, el muy pícaro, había escogido el pie de aquel rosal para regarlo por su cuenta. Un día, la señora, lo hizo envenenar y con su muerte llenó de desolación mi infancia.
Después de años de matrimonio y de trabajo incesante, mis padres inauguraron su casa propia. Mi madre trajo una imagen del Corazón de Jesús que fue colocada en el lugar de honor de la sala de recibo y un cura fue invitado a entronizarla formalmente.
Por fin pude tener un cuarto para mi solo y entonces conseguí un póster grande del Che que se adueñó de la pared frente a mi cama. El retrato lo mostraba heroico y altivo como un semidiós, con la melena larga ondulada, acariciada por el viento (así como yo la hubiese querido tener pero mi padre me obligaba a cortarme el pelo a cepillo). Sobre la melena, una boina con la insignia de comandante. Los ojos soñadores perdidos en hermosas ensoñaciones de mundos más justos y mejores, la frente inteligente y una apenas insinuada sonrisa que le iluminaba todo el rostro, lo bajaba del reino de los dioses y lo hacía humano, cercano a ti y a tus propios sueños.
Cuando mi padre entró a mi cuarto me ordenó que quitara inmediatamente ese póster pero algo en mi reacción de iniciada protesta lo detuvo y allí se quedó acompañando mis noches llenas de ensoñaciones, de tristes realidades, de pequeños logros y de grandes decepciones.
Pasaron los años y con ellos los acontecimientos Ya en mi cuartucho de estudiante recorté de alguna revista el retrato del Che asesinado en la Higuera. Su imagen de Cristo yacente, hermoso, muerto pero no vencido, como si de pronto pudiera levantarse pausadamente y seguir pensando, seguir amando, seguir peleando, me acompañó y me empujó en la lucha por hacerme un lugarcito en el mundo.
La vida ha pasado lenta pero inexorable. Hoy encuentro en uno de mis cajones un retrato del Che de cuando peleaba en Ñancahuasú. No es el Che de la melena y la boina. Es un Che boliviano, igual a cualquier obrero, a cualquier persona indeterminada que pasa por las calles de nuestras ciudades con la cabeza cubierta por una gorrita que nosotros llamamos “ cachucha”. No es un semidiós, está a nuestra altura, padece sed y hambre, tiene, como yo, los sueños rotos.
También he hallado en el mismo cajón, una fotografía de Cachuchín.
¿Porque estas dos imágenes se hacen una en mi mente y me llenan de una enorme melancolía?
7 Comments:
Hola abuelita,
Me gusto mucho este cuentito, esa nostalgia y esos sueños que se han escapdo y vuelven gracias a una caja de recuerdos.
Hasta tu próximo texto,
Verónica
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Nice colors. Keep up the good work. thnx!
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